viernes, 24 de mayo de 2013

El poeta





El porque de que la llamara imbécil


Entonces le enseñé un poema, no recuerdo su autoría, si sería un poema de Lorca, Bukowsky o algún ultraísta, Gerardo Diedo, quizás Girondo, Arango y su "muerte no me seas mujer", no sabría decirlo con seguridad. No obstante, al caso carece de toda importancia por lo que prescindiré del ejercicio mental de su recuerdo.
Lo que sí puedo contarte, y de ahí que te asalte el café con mis historias de bandera, es que, previo a invitarla a su lectura, entregué algunos minutos a pasarle la pluma por encima. Sobre el texto original asesté cuantas puñaladas se me antojaron, cambiando b`s por v`s allí donde me resultaba más atrayente la visión de unos labios franceses apurando hasta altas horas el café. Junté cuantas palabras me parecieron ir de la mano al pasarle la lengua por encima, como si fueran un arpegio que duele a la mácula no verlas juntas, como si una se te colara por la garganta y la otra se atorara entre los dientes.
También llené el texto de h`s intercaladas allí donde la boca se alarga al leer, dispuse algunas otras delante de ciertas palabras, precediera a vocal o consonante indistintamente, allí donde parecía concentrarse la emoción, donde descansaba el daimon.

Tras la ceremonía sangrienta la invité a su lectura, a la cual accedió complacientemente. 
Pasados unos minutos, entre muecas de todo género y algunas miradas de incredulidad que me lanzaba como flechas por encima del papel, me confesó, con un recato real ciertamente, que aquel texto no era de su agrado, que aquella retahíla de herejías académicas la habian hostigado tan salvajemente la lectura, que le habia resultado imposible comprender lo que allí se pretendía contar.

Fue en ese momento cuando dejó de resultarme interesante. Es mas, fue en ese preciso instante, en que sus labios dibujaron el mudo punto final a su juicio, cuando empecé a pensar que era imbécil.

Dijo aquello como quien dice que vive por la supervivencia de la especie humana, o que le encantaría contraer matrimonio con una vaca, que le enseñara a pastar y procesar la celulosa.
Trató a mi pequeña obra como quien se limpia los zapatos en el bodillo de la acera, tras pisar una mierda de perro. Leyó aquel poema como quien lee un formulario administrativo, o papeles como se les suele llamar despectivamente, conociendo bien lo molesto que resulta recordar un pasado poco honorable, como recordar a un hombre que es un simple animal más. Aquella mujer despreció mi inmensa entrega, a mi alma fundida en simpatía con el poeta. Quise no solo mostrarle un bello poema, sino que le regalé mi forma de leerlo, qué partes me despertaban mayor interés o simplemente me producían placer su música, su sonoridad, como si hubiera pintado un lienzo del poema. Véase "el mayor enemigo del arte es el buen gusto", Pablo Picasso.