martes, 27 de agosto de 2013

Hastío cenital

La erótica de la escalera reside en el ascenso, en la excitación del cambio y la retórica de gran altura. Las siluetas se vuelven cada vez más pequeñas y eso trae consigo un dulce regocijo, no por el fenómeno físico en sí, sino por el placebo psicológico que se impregna en las pupilas, la conciencia de individualidad y la ventajosa metáfora de superioridad que brinda la altura frente al que camina ahí abajo ajeno a todo el gran banquete. No obstante, en la mayoría de las ocasiones, este mudo diálogo se produce de una manera inconsciente, se lleva a cabo de la manera más lubricada de modo que mientras los demás se convierten en diminutas hormiguitas, los pies del afortunado caminante de escalera permanecen, inexorablemente, a la misma distancia. Sin embargo, este jugoso efecto psicológico esconde una peligrosa droga al ojo y en su extensión cerebral, puesto que la vista sirve de manera primordial en su concepción de la realidad palpable, como un péndulo para el rabdomante o un catalejo para el viajante antiguo. La equidistancia de los peldaños se recoge tras los párpados y vive ahí disolviéndose, desprendiéndose por la mácula a través de los axones, vertiéndose a través del tracto óptico hasta el núcleo geniculado lateral y finalmente esta radiación óptica termina por desembocar en la corteza cerebral, la carcasa de la psique. Poco a poco, como las venganzas más frías y terribles,  esta desidia indiferente al blanco contra el blanco o el negro contra el negro, enturbia los filamentos de la conciencia y termina por vestirse de ese blanco en la ciudad de los blancos o lo que viene a ser lo mismo, el negro en la ciudad de los negros, es como si la piel abandonara su papel de interfase entre el aire y el hogar convirtiendo a la memoria en mero pretexto fotoperiodístico. Antropólogos de todo el mundo llevan largo tiempo cuestionándose la raíz de esta macabra influencia de las escaleras. No han sido menos los psicólogos de reconocido prestigio que han organizado y organizan convenciones de toalla de hotel y copas de vino blanco, discutiendo durante horas e infidelidades con la vana esperanza de acotar la contribución psicológica del individuo pasivo en un proceso tan activo como el de la desmemoria o la pérdida de individualidad consciente que las escaleras transmiten a sus inadvertidos paseantes. Quizás las escaleras tengan algo de espejo o de imprenta, quizás la indolora pisada del tramex o el mármol es el germen de este derrotismo y desidia tan característico en los cuadros clínicos de este tipo de pacientes. De cualquier manera, a día de hoy, la erradicación de esta enfermedad, por llamarlo de algún modo, parece aún hallarse lejos del alcance de los cientos de investigadores que tratan de erradicar las altas tasas de rendición vital que atañen a este terrible mal por todo occidente, pudiéndose limitar, únicamente, a describir los síntomas y su inevitables consecuencias para quien lo padece, consecuencia que no es otra que la de abandonarse puesto que la única solución posible para los caminantes de escaleras es la vía del suicidio.

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